Los carruajes tirados por caballos deberían haber desaparecido de la capital en enero pasado. Por una graciosa concesión, se ha extendido su presencia hasta septiembre. Así, pues, cuando amanezca el malhadado martes primero de octubre no deberá circular cuadrúpedo alguno por las calles de Bogotá. En ese momento, los 2.800 carros de caballos deberán haberse convertido en chatarra, los 2.890 compatriotas que ejercen el oficio deberán ejercer como recicladores de basura, los 1.890 caballos documentados con chips deberán haber sido adoptados y es posible que los mil animales restantes renazcan convertidos en fritanga. Un amigo mío aconseja vigilar el precio de los chuzos de carne en El Campín: si el precio baja mucho, ya sabemos a qué se debe.
Amparito Grisales ha ofrecido su encantadora imagen y su luminosa simpatía para reclutar gentes de buen corazón que apadrinen a los caballos jubilados. No me imagino qué puede uno hacer con un animal de estos en un apartamento sin ascensor o una unidad de vivienda popular, donde a duras penas cabe un caballo de palo. Por si acaso, y para que no digan que la ciudadanía no colabora, yo me he ofrecido a apadrinar a Amparo, llevármela a mi casa y cuidarla con el esmero con que ella recomienda atender a las criaturas que la alcaldía puso bajo su amoroso cuidado.
Yo no sé si los bogotanos se han dado cuenta del paso trascendental que vamos a dar al acabar con las zorras. Nos disponemos a cometer una injusticia histórica con un animal que hizo su aparición en la Sabana mucho antes que los carros, las busetas, las bicicletas y el alcalde Petro. Los primeros caballos llegaron al altiplano en la primera mitad del siglo XVI y sembraron el pánico entre los chibchas, que pensaban que jinete y cabalgadura eran un mismo animal. Se trataba de un grave error, pues a menudo el que va arriba de la bestia es más bestia que la bestia.
El caballo, su señora esposa y sus primos -el burro y la mula- permitieron conquistar, poblar, desarrollar y transportar a Colombia. También a liberarla: recuerden a los lanceros de Rondón y a Bolívar, que cabalgó en su caballo Palomo el equivalente a varias vueltas al mundo. Los caballos ayudaron a ganar y perder guerras, divertir a aficionados a la hípica, movilizar carga y servirle tinto al doctor Uribe Vélez. En 1827 estrenó Bogotá el primer coche de caballos, en 1840 el primer bus público de animales y en 1884 el famoso tranvía de mulas. Ahora vamos a expulsarlos de unas calles donde los choferes son una fauna mucho más peligrosa que ellos.
Yo me crié viendo cómo las zorras formaban parte del paisaje bogotano. ¿Estorbaban? Menos que las busetas. ¿Afeaban? Menos que los bolardos. ¿Promovían el mal trato a los animales? Menos que la perrera municipal.
Me preocupa la suerte que correrán las fieles zorras cachacas, pero también la que espera a los zorreros. La universitaria Diana Pinto elaboró una interesante tesis de grado sobre los vehículos de tracción animal y llegó a la conclusión de que "las autoridades están desmontando a la brava un sector de microempresarios independientes que conviven y sirven a la ciudad hace por lo menos 200 años". Vamos a ver: Amparo ampara a los caballos y yo amparo a Amparo. Pero, ¿quién amparará a los zorreros? Confío en que la vena social de Petro se hinche y brote para que no queden ellos condenados a la inopia sino a una actividad que, aunque diferente a la suya, les permita sobrevivir decorosamente.
Dicen que la desaparición de las zorras abre paso al progreso. Yo no me resigno a que unos animales que llevan casi cinco siglos al servicio del país estén condenados a la extinción en un par de generaciones, toda vez que en Bogotá ni siquiera tenemos hipódromo. Por eso propongo que se establezca, como en Cartagena, una brigada de coches de caballos para turistas. Es lo menos que podemos hacer por los descendientes de Palomo.
POR daniel samper pizano para la revista carrusel
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